Nueva Época | 1
Sobre la experiencia de la ficción
Por Antonio MUÑOS MOLINA
Mucho antes de que empecemos a aprender algo sobre los libros y las
novelas ya estamos familiarizados con los artificios más sutiles de la ficción
narrativa.
Los libros pertenecen a las bibliotecas y a las librerías, las novelas
son con frecuencia la materia prima de los hermetismos de la crítica. Pero la
ficción está por doquier, continuamente, es una parte de la vida diaria tan
común como el aire que respiramos, y está tan arraigada en nosotros como
nuestros recuerdos y deseos ocultos. Contar historias es un don tan natural
como el instinto de la lengua. Las diferencias en el grado de maestría que
alcanza cada cual no pueden ocultar el hecho de que casi todos somos narradores
natos, de la misma manera en que el burgués de Molière llevaba toda su vida
hablando en prosa sin darse cuenta siquiera. Contamos historias, escuchamos
historias, las intercambiamos continuamente con nuestros padres, nuestros
amigos, nuestros amantes, con desconocidos con los que entablamos conversación
en un tren. Cavilamos sobre el recuerdo de viejas historias y al recordarlas
las modificamos, suprimiendo detalles nimios e innecesarios o seleccionando los
momentos más significativos, al igual que hace un novelista. La memoria cuenta historias,
pero también las cuenta el olvido. Y a veces llegamos a improvisar un relato
sobre la marcha, buscando ocultarnos tras una mentira nada sólida, o por mera
vanidad, para despertar en quien nos escucha una idea halagadora de nosotros
mismos. Algunas de las historias que más nos importan las llevamos con nosotros
a lo largo de toda la vida, como esa novela inacabada que a un novelista
inseguro nunca le parece lo bastante buena como para enviarla por final editor.
Todos somos escritores infatigables que podríamos no escribir una sola
página, y también lectores obsesivos, incluso esa amplia mayoría de
conciudadanos que nunca abren las páginas de un libro, de ficción o de
cualquier otro género. Constantemente leemos historias no contadas en las caras
de los demás, y nuestro cerebro tiene una extraordinaria capacidad para intuir
lo que están pensando o sintiendo. A partir de los indicios que observamos en
sus gestos o en el tono de su voz, intentamos imaginar la parte de la historia
que yace oculta tras el silencio o el significado literal de las palabras que
nos dicen.
Somos al mismo tiempo el autor y el lector de una novela de misterio y
el astuto detective en busca de la clave del enigma, e incluso también el
malvado al que se desenmascara en el desenlace. A menudo rogamos que nos
cuenten toda la verdad de una historia, pero otras veces preferimos escuchar
una mentira antes que una verdad desagradable o terrible. «Prefiero seguir
soñando / a conocer la verdad», cantaba Concha Piquer. Y es lo mismo lo que el
melancólico pistolero Johnny Guitar le pide a su antiguo amor en la película de
Nicholas Ray: «Cuéntame una mentira». Esta petición desvergonzada, aunque
parezca insensata o pueril, procede directamente de un rasgo de la psicología
humana tan profundamente arraigado en nosotros como su opuesto, la urgencia de
saber la verdad. Por otra parte, las mentiras y las verdades se transmiten por
el mismo medio, palabras y frases, los materiales básicos con los que se
construyen las historias. Exactamente las mismas palabras se pueden usar para
decir la verdad y para mentir: por lo tanto es asunto nuestro decidir lo que creemos
y lo que no. Y sea como fuere, toda información llega a nosotros modelada en
forma de historia, de modo que nos pasamos la vida repitiendo una y otra vez la
misma petición que hicimos a nuestros padres desde el momento en que empezamos
a dominar la lengua: «Cuéntame una historia». O mejor todavía, porque el sonido
casi idéntico del verbo y del objeto directo hacen la petición todavía más apremiante,
y le dan la sonoridad de un conjuro: «Cuéntame un cuento».
Los recuerdos de mi propia infancia se me confunden con los de los
años en los que crecían mis hijos. Cyril Connolly advirtió que no hay signo más
peligroso para la carrera de un joven escritor que la imagen de un cochecito de
niño en la entrada de su casa, pero el caso es que mis primeras novelas fueron
apareciendo casi al mismo tiempo que llegaban mis primeros hijos, y muchas
veces tuve que interrumpir la escritura para atender al llanto de alguno de
ellos o para prepararle un biberón. Y también hubo muchas otras en las que sólo
después de haberle contado una historia a un niño antes de que se durmiera pude
regresar a mi escritorio para continuar con otra de las historias que tenía
entre manos. En cuanto el niño se quedaba dormido yo salía de su habitación
después de arroparlo y de apagar la luz de la mesa de noche y entraba a mi
estudio cruzando el pasillo. En un abrir y cerrar de ojos, en sólo dos o tres
pasos llenos de cautela, en realidad estaba recorriendo la distancia de
milenios que separa las noches primitivas, en que nuestros antepasados contaban
las primeras historias junto al fuego, del moderno oficio de la escritura de ficción,
con sus comodidades de sillón anatómico y procesador de textos. El largo camino
entre la narración oral y la invención escrita, entre la gruta y la hoguera y
el taller de escritura creativa, se extiende a lo largo de miles de años, pero
puede recorrerse entero en menos de un minuto. La misma sensación se tiene al
mirar la escultura de un ganso tallado en un colmillo de marfil hace cuarenta
mil años y luego una de esas esculturas de pájaros de madera pintada que se ven
a menudo en los mercadillos o en los museos de arte popular americano, o al
comparar un toro o un león de Altamira con los animales que pinta Miquel
Barceló. El mismo tipo de talento, el mismo impulso de convertir el mundo
visible en formas perdurables, ha venido actuando a lo largo de los milenos. Lo
que el escultor talla o modela con madera o arcilla el narrador lo construye
con la herramienta mucho más abstracta del lenguaje. Y debe de existir un instinto
muy poderoso en todo ello, porque ni siquiera las comunidades más pobres ni las
sometidas a los entornos más hostiles parecen capaces de prescindir de los
relatos o de alguna forma de representación visual.
Necesitamos historias en la misma medida en que necesitamos el aire y
los alimentos y la compañía de nuestros semejantes. Yo fácilmente podría no
haberme convertido en escritor –tantas cosas en la vida dependen del azar. Pero
estoy seguro de que siempre he sido y siempre seré un ávido lector y oyente de
historias, y también de que en las muchas ocasiones en que tuve que dejar de
lado o posponer mis escritos para contarle un cuento a uno de mis hijos, estaba
en realidad repitiendo el mismo oficio elemental, poniendo en práctica las
mismas destrezas inmemoriales. Sólo una diferencia se me ocurre mientras
escribo estas palabras: al contarle historias a mi hijo, trataba de inducirlo
al sueño; al escribir novelas, lo que quiero es que mi lector se mantenga
despierto. De hecho, como dijo Joyce, todo escritor está en busca de un lector
ideal que sufra el insomnio ideal. No me cabe duda de que Sherezade habría
estado de acuerdo con ese dictamen.
Pero a Joyce me volveré a referir después.
Observando la insaciable sed de cuentos de mis hijos me acordaba de mi
propia impaciencia casi física por oír nuevas historias cuando era pequeño, o
mejor todavía, por escuchar una y otra vez las ya sabidas. A los niños se los
considera dotados de imaginaciones desmedidas, pero lo cierto es que suelen ser
más rígidamente conservadores en sus gustos narrativos que los lectores de
novelas policiacas o los aficionados a los culebrones latinoamericanos. Como
Umberto Eco observó hace muchos años, no leemos novelas policiacas para llevarnos
sorpresas, sino más bien para sentirnos reconfortados por la repetición exacta
de los mismos modelos narrativos. ¿Permitiríamos que el doctor Watson fuera más
astuto que Holmes, o que Hercules Poirot no señalara acusadoramente al culpable
del crimen en la última escena de una novela de Agatha Christie? Es imposible
que Philip Marlowe abandone el tabaco o deje de ser sarcástico o asista a una
reunión de alcohólicos anónimos, y el zafi o Mike Hammer de Mickey Spillane
nunca se apuntará a un cursillo de sensibilización de género. Del mismo modo,
los niños, al escuchar historias, se dejan cautivar por la repetición mucho más
que por la novedad o la sorpresa. La emoción de un peligro que acecha y que se
aproxima lentamente se ve reforzada, y no debilitada, por la certeza de un
desenlace ya conocido, por la cuidadosa repetición de cada paso, hasta el
mínimo detalle. «Érase una vez» en realidad significa «una vez más», «una vez
más y para siempre». Una vez más Caperucita Roja va a elegir el mismo sendero
en el bosque que la llevará fatalmente a su encuentro con el lobo, y Miguelín,
en el cuento de las habichuelas mágicas, trepará por el tallo que sube más allá
de las nubes, sin sospechar nunca lo que el niño que escucha la historia sabe
predecir, que al final de ese tallo hay un castillo habitado por un gigante
caníbal.
Una vez más Hansel y Gretel son lo bastante insensatos como para no
asustarse de la vieja tan manifiestamente sospechosa que los invita a pasar la
noche en su casita de chocolate. Nos gustaría hacerles una advertencia:
gritábamos «que viene el lobo» delante de los teatrillos de marionetas, nos
cubríamos los ojos ante la pantalla o nos asustábamos al escuchar la voz del
adulto que se iba acercando poco a poco al desenlace cruel de la historia. Y al
mismo tiempo permanecíamos hechizados por el sonido mismo de esas palabras y
anhelábamos los idénticos detalles sombríos o sanguinarios que nos daban tanto miedo.
Cosas de niños, por supuesto. Pero nos hacemos mayores, y aunque suponemos
que nos hemos vuelto más refinados, reaccionamos del mismo modo instintivo al
encontrarnos ante nuestras historias más preciadas. Si nos gustan la ópera y el
drama, nuestros ojos nunca dejan de humedecerse en el teatro cada vez que la
primera luz del amanecer se insinúa en la bahía de Nagasaki, anunciando que Madame Butterfly está a punto de suicidarse. Nos sabemos la música y
la letra de memoria, y también sabemos que la joven dama de cara empolvada no
va a morir de verdad, ni tampoco va a dejar huérfano a su hijo: pero no por eso
dejamos de quedar cautivados en el embrujo de la historia, una y otra vez, y
cada vez casi tenemos la esperanza de que la historia acabará mejor, así que
terminamos desengañados casi con tanta amargura como la propia Cio Cio San. Sólo parece haber una diferencia fundamental entre las historias que
les contamos a nuestros hijos y las que los adultos nos reservamos para
nosotros: la muerte suele estar ausente de los cuentos infantiles, y si se
presenta casi nunca es irreversible.
Considero interesante reflexionar ahora en el hecho de que los niños
cobran conciencia muy pronto de una sutil distinción que está en el centro no
sólo de todas las teorías literarias, sino que determina también las categorías
comerciales en las que se dividen los libros en las listas de éxitos. Unas
historias son de ficción, y otras no. No deja de sorprender que esta segunda
categoría reciba su nombre precisamente de aquello que no es: la no-ficción,
sobre todo cuando se piensa en la diversidad de libros e historias posibles que
comprende. Mi experiencia de padre me dice que a los cuatro o cinco años los niños
ya son conscientes de que algunas historias y algunos personajes son
verdaderos, y otros no, y entonces empiezan a preguntar, no sin cierta
inquietud: ¿Vuela Superman de verdad? ¿Vivió Caperucita alguna vez, y si es
así, será también verdad que el lobo se la comió viva, aunque poco después ella
salió intacta del estómago? Puede ser revelador en este punto ir algo más allá
y explorar una curiosa coincidencia: la inquietud por distinguir la realidad de
la ficción surge al mismo tiempo que otro descubrimiento mucho más serio, el de
la realidad de la muerte. Algunas historias han sucedido y otras no. Las personas
vivas en la actualidad morirán en algún momento, de igual modo que algunos de
los desconocidos que vemos en las fotos de los álbumes familiares están muertos
y vivieron hace tiempo, medios presentes y medios ausentes, mencionados en las
conversaciones familiares.
Incluso sus voces se escuchan en los vídeos que a veces muestran los
adultos. Como zombies en las viejas películas de terror en blanco y negro,
estos parientes ya no están vivos, pero tampoco parecen estar muertos del todo.
Además hay otra lección inquietante que se aprende al mirar fotos antiguas o al
escuchar las conversaciones de los mayores: hubo una época en que las cosas no
eran como son ahora, y nada permanecerá idéntico para siempre en este reino encantado
en el que los padres, los abuelos, los hermanos, los animales de compañía, nos
parecen tan invariables en nuestra imaginación infantil y tan distintos entre
sí como si cada uno perteneciera a una especie distinta. Sólo cuando nos vamos
acostumbrando a la abrumadora novedad de que la gente a la que amamos será
vieja y frágil y acabará muriendo –y de que nosotros mismos permaneceremos en
la infancia muy poco tiempo–, sólo entonces estamos en condiciones de maravillarnos
con la extraña naturaleza de una especie de seres completamente distintos,
humanos o animales, que nunca cambian o mueren por la mágica razón de que no
existen y de que nunca han existido.
Por ello los niños antiguos nos enfadábamos tanto en el cine en las raras
ocasiones en las que el protagonista moría al final de la película. «Esa
película es una porquería», decíamos, desconcertados, indignados, «¿pues no van
y matan al protagonista en el tiroteo del final?» La negación del cambio y de
la muerte es el más sólido cimiento sobre el que se construye la mayor parte de
la narrativa popular de ficción, especialmente cuando se presenta en forma de
episodios publicados o difundidos a intervalos regulares, sea en tiras
humorísticas, series de radio o de televisión o en la tradición mucho más
antigua de las novelas por entregas o de las películas de aventuras por
episodios que fueron tan populares en los orígenes del cine. Por decirlo en términos
musicales, la narrativa popular funciona con un modelo de tema y variaciones.
El tema principal, el modelo general, es enunciado en el primer episodio, y se
repite sin pausa a partir de entonces obedeciendo a una serie de reglas no
menos estrictas y complejas que las del contrapunto barroco. El protagonista,
su amigo, su casa, su trabajo, sus colegas, los problemas que deberá resolver,
los contratiempos habitualmente nimios con los que probablemente va a
encontrarse: todo está determinado de antemano, y cuanto antes el lector o el
público se acostumbren a las reglas del juego más rápidamente se verán
cautivados por la historia, de un modo no muy distinto al progreso de una
adicción suave y agradable. La historia puede ser tan corta que transcurra en
las tres o cuatro viñetas de un cómic publicado en el periódico, o tan larga y
retorcida como las novelas de misterio que suele cocinar P. D. James; puede
desarrollarse a lo largo de los años o terminar de golpe tras los primeros
episodios de una fallida comedia de situación. Pero el mismo tema y el mismo
tipo de variaciones están siempre en juego, muchas veces a pesar del
aburrimiento o el cansancio de aquellos que pusieron en marcha el serial y han terminado
siendo presa de su propio éxito.
Las adicciones son fáciles de contraer, pero difíciles de abandonar. En
cuanto nos encontramos enganchados a un personaje, o a un modelo narrativo,
queremos que sigan repitiéndose con el grado exacto de novedad y reiteración,
incluso sin ninguna novedad. No puedo recordar la cantidad de veces que he
visto los mismos episodios de Cheers o de Seinfeld, o que me he vuelto a sentar
con mis ojos a ver de nuevo algunas de las películas de Superman que
protagonizó Christopher Reeve. Durante muchos años los vi crecer leyendo una y
otra vez las mismas historias de Tintín, de Superlópez, de Calvin y Hobbes, y
más de una vez a mí también se me contagió el hábito.
Tal vez no hay personajes en la así llamada ficción seria a los que les
acabemos tomando tanto afecto como a los de las series populares. Sentimos que
hemos llegado a conocerlos como a amigos íntimos: podemos predecir sus
reacciones, hemos aprendido a tener paciencia con sus rarezas y con sus
pequeñas manías, incluso con sus indudables defectos, y los lugares donde viven
nos son tan familiares como nuestra propia casa. Y además sabemos que ningún
trastorno que irrumpa al principio de un episodio quedará sin resolver al
final. No habrá cambios decisivos, ni expectativas de éxito o desastre que
alteren irreversiblemente la situación básica, incluyendo en ella la situación conyugal
de los protagonistas. A punto ya de casarse, la novia de George Costanza
llegará al extremo de envenenarse involuntariamente a sí misma con el pegamento
de los sobres de sus invitaciones de boda, de modo que la boda no tendrá lugar,
porque si los dos se casaran quedaría dañado sin remedio el esquema de la
serie. Para disgusto de mis hijos, Superman parecía perder sus poderes y
convertirse en un patético borracho cuando Lex Luthor aprendía a manipular la
kriptonita en beneficio propio: pero poco después el héroe reaparecía en toda
la gloria de su omnipotencia. En el momento decisivo, James Bond acaba salvando
al mundo de una catástrofe nuclear puesta en marcha por un malvado
megalomaníaco.
Sólo hay un caso bien documentado en que el autor de una serie popular
intentó quitarse de encima el insoportable aburrimiento de seguir fabricando
una y otra vez la misma historia, con los mismos personajes y los mismos
escenarios, con argumentos que parecían apasionantes a sus millones de
lectores, aunque para él no eran sino variaciones rutinarias de un tema
agotado. Todos sabemos lo que pasó cuando Arthur Conan Doyle se atrevió a
romper la regla más sagrada de la ficción popular, la que prohíbe todo cambio
irreversible, sobre todo el más grave de todos, la muerte del héroe. Conan Doyle
hizo que Holmes muriera luchando con su archienemigo, el profesor Moriarty, lo
cual lo liberaba para siempre de la esclavitud de escribir historias de intriga
a fi n de poder dedicarse a la novela histórica, pero sus lectores ultrajados
no se lo permitieron: le enviaron cartas insultantes y amenazas de muerte, lo
llamaron asesino y canalla, lloraron la pérdida del detective como si hubiera
existido de verdad.
Pero al mismo tiempo se negaron a aceptar que Holmes hubiera podido
morir, y al final lograron lo que querían, doblegaron la voluntad del pobre
autor, y lo forzaron a traer a Holmes de vuelta a la vida, el cual se apareció
misteriosamente a su enlutado discípulo y cronista, el pobre doctor Watson, en
un relato que tiene la media luz y el aire de sueño del reencuentro de Cristo
resucitado con los apóstoles en la casa de Emaús.
Al final de un ciclo de variaciones, el tema básico es repetido
exactamente como se enunció la primera vez, dándonos así una sensación reconfortante
de permanencia a través del cambio, de regreso al punto de partida a pesar del
paso del tiempo y de la música. En una historia, como en una pieza musical, hay
un principio claro y un final que cierra el fluir de los hechos y les da una
dirección y un propósito.
Para dar sentido a la confusa diversidad del mundo intentamos
construir modelos a escala que sean lo bastante sencillos y limitados como para
que nuestra mente los entienda. Las teorías científicas y las historias de
ficción brotan en la misma región del cerebro. Más que describir la realidad,
los científicos elaboran modelos adecuados para explicar cómo funciona. Lo
hacen escogiendo los datos que parecen más reveladores y sometiendo luego a la
experimentación cada hipótesis basada en ellos. A diferencia de un libro de
historia o de unas memorias, y de una teoría científica, una historia de
ficción no debe someterse a la comprobación empírica, pero aun así ha de
superar una prueba muy severa, pues no logrará que se le preste atención o que
se la considere digna de ser repetida a menos que produzca una especie de
hechizo en su lector o su oyente, ese peculiar estado que se ha venido a llamar
tan certeramente «suspensión de la incredulidad». Prestamos atención a una
historia porque nos importa, porque desde el momento en que comienza nos
sentimos atraídos a ella por un tipo peculiar de hipnosis. Los síntomas son
inconfundibles: queremos seguir sabiendo. Pasamos rápido las páginas del libro
o nos quedamos pegados a la pantalla o nos inclinamos desvergonzadamente para
escuchar mejor una conversación entre dos desconocidos sentados cerca de
nosotros en el autobús.
Contamos historias y las escuchamos por un instinto de curiosidad profundamente
arraigado en nuestros genes. Nacemos demasiado débiles para sobrevivir por
nuestras propias fuerzas, y por lo tanto necesitamos aprender de los adultos la
mayor parte de las habilidades que otros animales poseen desde que abren los
ojos por primera vez. Pero si necesitamos historias para darle sentido al
mundo, ¿cómo es que nos sentimos tan atraídos por tantas de ellas que son claramente
inciertas, y que muchos de nosotros preferimos las de ficción a las que cuentan
cosas reales? Sería razonable aceptar que los niños son tan ingenuos que no se
preocupan demasiado por el grado de verosimilitud o por el puro absurdo de un
cuento de hadas, o que la gente primitiva, para la que la magia es la única
explicación de las leyes naturales, no tenga problema en aceptar gozosamente
mitos y leyendas. ¿Pero y nosotros, los adultos? ¿Por qué nos conmueve hasta las
lágrimas el sufrimiento de personas que no existen? ¿Y cómo somos capaces de
tener hacia ellas sentimientos de amor, odio, amistad, compasión, lástima, que
muchas veces resultan ser más fuertes y más hondos que los que nos provoca la
mayor parte de los seres humanos de carne y hueso? ¿Y por qué algunos de
nosotros llegamos tan lejos en nuestro compromiso con la ficción como para
hacer de ella la vocación de nuestra vida, incluso nuestro mismo oficio? Aquí estoy
algunas veces, con mi barba y mi pelo gris, sentado una mañana al sol en el
banco de un parque, como un haragán, absorto no en reflexiones profundas sobre
el sentido de la existencia, o sobre la guerra
de Irak, o el diálogo de civilizaciones, sino queriendo idear el próximo
episodio en una historia a medio inventar que me vino a la imaginación, como
surgida de la nada, hace unos cuantos días, siguiendo un hilo muy débil que
podría no llevarme a ninguna parte.
¿Y a quién le podrá importar si al final consigo tramar la historia y escribirla
completa, en un mundo donde la mayor parte de la gente se busca sus dosis de
ficción por medios tecnológicamente mucho más avanzados, jugando a videojuegos
o viendo películas de acción llenas de efectos especiales?
Lo cierto es que escritores y lectores somos personas contumaces que
no se dejan desalentar fácilmente por el miedo a ser irrelevantes, o peor aún,
a quedarse obsoletos. El arte de contar historias ha existido a lo largo de los
últimos treinta o cuarenta mil años, al mismo tiempo que la pintura, la danza y
la música. La no-ficción –libros de historia, memorias, periódicos,
noticiarios– nos suministra un flujo cada vez más caudaloso de información: la
ficción nos ofrece modelos de comprensión, patrones que nos permiten dar un
orden a la confusión de la realidad. Según la neurociencia, nuestro cerebro no absorbe
simplemente los datos que le transmiten los sentidos: selecciona aquellos que
son más relevantes para nuestras necesidades específicas en cada campo de la
experiencia, y a partir de ellos elabora modelos flexibles y cambiantes del
mundo, los más adecuados para asegurar nuestra supervivencia y nuestro
bienestar, y en determinados casos para favorecer la transmisión de nuestros
genes. Pero para comprender el mundo necesitamos un conocimiento sólido de cómo
son las cosas, o de cómo han sucedido o suceden los hechos; también necesitamos
imaginar cómo habrían sucedido, de qué modo podrán suceder en el porvenir.
Necesitamos comprender lo que ocurre dentro de nosotros mismos, pero también
nos resulta de máxima importancia ser capaces de adivinar lo que estará pasando
por la imaginación de los otros. La empatía está en la base de la escritura y de
la lectura, pero también es un instrumento de supervivencia decisivo, ya que
dependemos de ella para predecir lo que nuestro adversario puede estar
tramando, o cuáles son las intenciones de la persona amada. Los libros de
historia y los testimonios personales nos explican todo lo que hay que saber
sobre los caminos elegidos: sólo por medio de la imaginación, de los modelos
virtuales que la ficción construye, somos capaces de explorar los caminos no
elegidos, y por lo tanto de comprender que el destino no es inevitable, y que
casi todo en nuestras vidas y en la historia pudo haber sido de otra manera. Es
más: que todo en el porvenir podría ser distinto.
Cuando era un joven aprendiz de escritor lo único que me importaba era
la ficción. Vivía poseído por las novelas, los cuentos, las películas, sin que
me interesara demasiado nada más, aunque tenía una formación de historiador.
Recuerdo una declaración que hacía un personaje en mi primera novela, y de la
que estaba muy orgulloso: «No importa que una historia sea verdad o mentira,
tan sólo que uno sepa contarla». La ficción era mi manera de estar en el mundo
y también mi vía de escape. Sobre todo mi vía de escape. Muchas veces la vida
real parecía demasiado confusa y difícil de manejar, mientras que los regalos
de la ficción estaban siempre disponibles. Me hipnotizaban tanto las películas
que me sentía perdido cada vez que salía del cine, cegado por la luz del día o
sorprendido por la oscuridad que había llegado mientras yo estaba viendo la
película. Me apasionaban las novelas sobre escritores que luchan con la
escritura de una novela y las películas sobre directores de cine en crisis
existencial, o aquellos thrillers tan alejados del mundo real y de la gente de
carne y hueso como su resplandor en blanco y negro estaba lejos de los colores
vulgares de la realidad. La realidad era monótona, desalentadora, tristemente predecible:
en la ficción estaba todo lo que uno había soñado siempre y lo que no iba a
lograr nunca.
Se trata, desde luego, de la falacia de lo patético, del antiguo engaño
romántico. Poco a poco me di cuenta de que me encontraba, como escritor, en un
callejón sin salida, y de que después de tres novelas no parecía quedarme nada
más que decir. En cuanto a mi pasión por los libros y por las películas, empecé
a notar un cambio gradual en mis gustos. Hitchcock, a quien había venerado
tanto, me parecía ahora convencional y rutinario, y sus personajes tan tiesos como
maniquíes de escaparate rancio. Ahora me gustaba más el Fellini de los primeros
tiempos o Martin Scorsese, y empecé a preferir la fotografía a casi cualquiera
de las otras artes visuales, y a sentirme harto de novelas y deseoso de
trasladar mi atención a la ciencia y a la historia, y a leer relatos de
testigos de los peores desastres del siglo XX. Me sorprendió que la realidad se
me presentara como más rica y conmovedora que cualquier ficción inventada por
otros o por mí mismo. A los veinte y a los treinta años mi héroe había sido
Borges.
A los cuarenta empezó a serlo Primo Levi. Cuando era joven la vida parecía
carecer de importancia a menos que pudiera hacerse literatura con ella. Pero
ahora estaba empezando a pensar que sólo valdría la pena leer o escribir
literatura de ficción si ésta se parecía tanto a la vida real como para no
poder distinguirla de ella. ¿Qué sentido tenía elaborar historias inventadas,
si casi en cualquier parte el mundo hervía de historias reales, libres de las
reglas tan estrechas y de las rutinas agotadas de la ficción, siempre
impredecibles, siempre disponibles para ser contadas?
Un mundo nuevo completo se desplegaba ante mí: como novelista, en
algún momento había sospechado tristemente que ya no se me ocurrirían más
tramas ingeniosas; como lector de ficción, lo que me había ocurrido era que
podía adivinar aburridamente casi en cada novela que empezaba un patrón convencional,
como quien descubre el nombre del asesino en la primera página. Pero de pronto
empecé a encontrar dentro de mí mismo y de la gente que me rodeaba tesoros
inagotables de historias tan arrebatadoras por sí mismas que no había ninguna necesidad
de intentar mejorarlas: sólo era preciso contarlas por derecho.
Y, como lector, la ciencia, la historia, el reportaje, los libros de
memorias, me ofrecían un catálogo inmenso de experiencias y de modelos de
comprensión con los que ninguna novela podía rivalizar.
Me ha costado muchos años y muchas divagaciones e incertidumbres reconciliarme
de nuevo con la ficción, aunque sobre bases ligeramente distintas. Cuando era
joven pensaba que una experiencia sólo tenía valor en la medida en que pudiera
usarse como punto de partida para una obra de ficción. Ahora me digo que la
ficción es una especie de último recurso: sólo debería escribir una novela
cuando aquello que se tiene que contar no puede ser dicho de otra manera. Pondré
un ejemplo. El verano pasado leí con mucho placer las crónicas que enviaba
Vasili Grossman desde el frente del Este durante la Segunda Guerra Mundial,
editadas por Antony Beevor. No puede haber historias más arrebatadoras, ningún
retrato de la vida y la muerte en medio del apocalipsis de la guerra puede ser
más poderoso, sin adornos, casi sin estilo visible. Parece que no hubiera nada de
literatura: sólo la mirada agudísima de un testigo sin descanso, alguien que
presencia los hechos más terribles desde muy cerca y los cuenta mientras están
sucediendo.
Pero luego leí la novela que Grossman escribió más de diez años después
de la guerra, Vida y destino, que es en gran parte una reelaboración de muchos
de los mismos materiales que había manejado tan magistralmente en sus crónicas
de guerra. ¿Por qué tenía Grossman que volver a esas historias tan dolorosas
para convertirlas en una novela, y además en una época en la que una novela así
sería prohibida por la censura, que fue lo que sucedió? ¿Qué podría ganarse o
mejorarse en una nueva obra de arte? Un modelo, en primer lugar. Una estructura
que da forma y propósito a la confusión enloquecida de la guerra y pone nombres
e identidades precisas a algunos de los miles de personajes que pasan como
sombras por las crónicas, forzándonos a entender que el anonimato no existe. La
novela es lo bastante rica como para abarcar la abrumadora multiplicidad de las
vidas reales, pero al mismo tiempo le permite al lector la intuición de una
trama, y por lo tanto de un principio y de un fin. El ruido y la furia de la
guerra y del totalitarismo se vuelven inteligibles gracias al arte sutil de la
narración: los caracteres actúan y las cosas suceden según los sobresaltos del
azar, y sin embargo han sido seleccionados cuidadosamente para adecuarse a un
esquema narrativo que tiene sentido en sí mismo, como los cuentos y los mitos.
En sus crónicas Grossman es un testigo, comprometido y lleno de compasión, pero
un testigo: en la novela, el punto de vista cambia incesantemente de un
personaje a otro, de los soldados de infantería a los comisarios políticos a
los científicos a los generales nazis, o a los judíos que mueren en las cámaras
de gas, o al mismo Stalin, y nos enseña así la lección más valiosa que podemos aprender
de la ficción: que cada persona es única y por lo tanto no puede ser ignorada o
borrada, que la historia con H mayúscula la hacen y la sufren siempre personas
concretas y no multitudes o números. Ninguno de los que entraron en las cámaras
de gas volvió para contar lo que era aquel infierno en la tierra: pero en un
capítulo casi imposible de leer Vasili Grossman se atreve a imaginar lo que su
misma madre, junto a tantos judíos, pudo haber sentido cuando las puertas de la
cámara se cerraban a su espalda y el gas Zyklon B empezaba a filtrarse por los
respiraderos en la oscuridad. Sólo a través de la ficción podía Grossman llegar
allí: y arrastrarnos a nosotros con él.
Joan Didion ha escrito que nos contamos historias los unos a los otros
para estar vivos. Y el gran Valle-Inclán lo explica de un modo no muy distinto:
«Todo nuestro arte nace de saber que un día pasaremos». Por supuesto que no
somos menos mortales porque leamos o escribamos o miremos historias. Y sin
embargo ellas nos permiten una débil ilusión de permanencia, de intemporalidad,
que ninguna otra forma narrativa aparte de la ficción puede conseguir. Entre la
beatería de la credulidad religiosa y el cinismo descarnado de quien sólo cree
lo que tiene delante de los ojos, erigimos una tercera actitud, nuestra
querida, y muy sofisticada, suspensión de la incredulidad.
Pero también la ciencia consiste muchas veces en poner en duda las evidencias
más sólidas de los sentidos y atreverse a imaginar cosas que parecen
imposibles, como que la Tierra gira en torno al Sol y no al revés o que todos
los millones de formas de vida están emparentadas, incluida la nuestra.
Articulo: http://www.elboomeran.com 29/01/2015